Cada vez que viajo en coche por carretera, no puedo dejar de fijarme en las construcciones derruidas que esporádicamente aparecen a la vista. Casas de campo, casetas de labranza, antiguas ventas y edificaciones que antiguamente tenían alguna utilidad, y que los cambios en los usos o las leyes han hecho que se abandonen. Y que el tiempo, el clima y la intemperie, han ido royendo la estructura, poco a poco, lentamente, hasta simplemente quedar un vestigio de lo que fueron, independientemente del esplendor o perfección que ostentaron.
Cuántas ilusiones y proyectos futuros iban elucubrando sus constructores mientras estaban en la faena del levantamiento. Unos pensaban en el reposo que iban a disfrutar en ese rincón de su labrantía, cuando cansados por la dura faena, se resguardasen de los ardientes rayos solares del mediodía. Otros, en ese negocio que pensaban abrir, en mitad de aquel inhóspito paraje, alejado de cualquier sitio habitable, que sirviera de obligada parada a cualquier emprendedor viajero. O los más, pensando en los necesarios dineros que iba a llevar a su casa, para el mantenimiento de su familia y su escasa hacienda.
Y una vez que esos propósitos se vieron satisfechos, que las fuerzas vitales de los forjadores decayeron, o que los descendientes emprendieron sus propios proyectos desentendiéndose de los de sus ascendientes, la desidia ha ido minusvalorando ese esfuerzo y la naturaleza se ha encargado de poco a poco volver a dejar ese espacio tal y como era originalmente, quedando solo cuatro piedras amontonadas como único vestigio del sueño de alguien que quiso dejar su marca a su paso por el mundo, y que la lluvia acabará por deshacer.
Todo es dinámico y pasajero. Por más que nos aferremos a ello. El tiempo, esa variable física tan difícilmente definible, y por lo tanto con tanta carga poética, sigue su marcha.
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Y en ese cíclico transitar, todo acaba volviendo al origen, de la nada a la nada. Un abrazo
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Otro para tí.
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