Curiosidad

Hoy estaba sentado en la terraza exterior de un centro comercial, esperando que mi acompañante encontrara su tesoro de Moctezuma, cuando reparé en un hecho que me hizo apartar los ojos del libro que estaba leyendo. Un niño de unos tres años, que estaba con su familia alrededor de una mesa aledaña,  se dirigió jugando hacia la puerta automática de entrada al centro comercial, que al detectar su presencia, obediente se abrió. El niño, asustado por el inesperado y brusco movimiento, comenzó a correr hacia los suyos. Como viera que al alejarse se cerraba, volvió a acercarse con cautela, volviendo las hojas a abrirse, pero esta segunda vez ya sin asustarse. Así empezó a entablar una tosca comunicación con la puerta, intentando descubrir su lenguaje, acercándose, retrocediendo, a lo que la puerta le respondía con lentos y cómplices parpadeos. Así hasta que gracias a ese dialogo pareció que se habían hecho amigos, viendo lo placentero que le resultaba la actividad al chiquillo y el seguidismo que hacía la puerta a sus requerimientos. En uno de estos lances, el niño se acercó demasiado hasta el batiente, haciendo que el sensor, el ojo que todo lo ve, no lo detectara por lo que ya no se abrió, permaneciendo esa boca muda. Ante la primera sorpresa, ante el cambio de comportamiento, el rapaz no se arredró, y venciendo su miedo empezó a intentar forzar las dos hojas con las manos hasta que consiguió su objetivo, pero no por su acción sino porque un viandante se acercaba por el otro lado.

No pudo por menos que representárseme el método que ha seguido la humanidad en toda su evolución hasta nuestros días, en cómo ha ido avanzando por la escalera del conocimiento. Ese miedo y sorpresa ante algo nuevo, esa familiarización con el evento hasta llegar a dominarlo, por su comprensión o por casualidad las primeras veces. Y todo esto gracias a no rendirse, y si una estrategia no funcionaba o había dejado de hacerlo, probar formulas nuevas. Y así hasta hoy. Humanos.

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